La gratitud, la tristeza, la ternura y la audacia

Julio Olalla Mayor, Master Coach.
Newfield Network
Escuela Internacional de Coaching Ontológico
Pte. Honorario de la FICOP
2017

A continuación, presentamos algunos escritos de Julio Olalla en relación a 4 emociones presentes en la vida de los seres humanos: la gratitud, la tristeza, la ternura y la audacia. En sus reflexiones acerca del mundo emocional en los últimos años, Julio ha estudiado y  descifrado el propósito y el rol de muchas emociones en la vida de las personas, facilitando la comprensión de este fascinante mundo a los coaches formados en la Escuela Internacional de Coaching Ontológico de Newfield Network.

 

La Gratitud

En 1967 mi padre y yo viajamos a España juntos por primera vez. Aunque ya había estado allí algunas veces por mi cuenta, mi padre regresaba a su país después de treinta años de exilio. Rentamos un pequeño Seat 600, la versión española del Fiat 600 italiano, y recorrimos el país parando en cualquier lugar donde mi padre sintiera la necesidad de hacerlo. Fue un gran encuentro con la tierra de su niñez y parecíamos toparnos en cada rincón con un recuerdo suyo. Mientras manejábamos, me contó una y otra vez las muchas historias del tiempo que pasó ahí, especialmente sus experiencias de la guerra que eventualmente lo condujeron a dejar España para siempre.

Cuando niño, me sumergí en los relatos de su época como soldado de la resistencia en la Guerra Civil Española, luchando contra Franco y su dictadura. Con el tiempo sus historias se convirtieron en parte de mí, como si de alguna forma también las hubiera vivido en carne propia.

Hay una historia que siempre me emocionó de manera especial. Sucedió en la costa norte de España, cerca de la ciudad de Llanes, donde mi padre estaba a cargo de distribuir las provisiones para las tropas republicanas que luchaban en el frente. En ese tiempo, el ejército franquista había sitiado esa región, bloqueando todas las provisiones y comida tanto para el personal militar como para los civiles. La situación era tan desesperada, había tal hambruna, que la gente comía cualquier cosa, incluso ratas.

Una tarde, mi padre llegó a la oficina de distribución en que servía y se encontró a una vecina esperándolo. “Por favor”, le rogó la mujer. “Mi padre está muriendo de hambre. ¿Puede darme algo, lo que sea, para darle de comer?”.

Mi padre conocía demasiado bien la angustia que esta mujer sentía. Aunque él estaba a cargo de la distribución de comida para las tropas, paradójicamente el único alimento que tenía para él mismo era un pequeño trozo de pan duro que había guardado cuidadosamente en un cajón de su escritorio. Para él, era más precioso que el oro.

Ahora, enfrentado al dolor de esta mujer, se encontró en un horrendo dilema. Por un lado estaba su propia hambre, tan fuerte que se preguntaba cuánto tiempo más podía sobrevivir, y por otro lado, la compasión por esta mujer llamaba a su corazón con la misma fuerza que el hambre aquejaba su estómago. ¿Podría dejarlos morir de hambre? Finalmente ganó su compasión. Le dio a esa mujer su último pedazo de pan.

Esto había sucedido en 1937. Ahora, treinta años después, manejábamos desde Santander hasta Llanes, lugar en donde transcurrió esta historia. Inicialmente mi padre se sorprendió al encontrar en pie la pequeña casa en donde había servido como oficial del ejército republicano. Nos detuvimos en frente de ella mientras mi padre me relataba con gran emoción cuánto había significado para él ese lugar.

Para mí, la experiencia parecía irreal. Estaba parado frente a un lugar real de las historias de mi padre. Hasta ese momento esa casa solo había existido como parte de un paisaje imaginario de mi niñez. ¡Qué extraño se sentía ver cómo cobraba vida esa historia que había llegado a conocer tan bien!

Justo en ese momento, la puerta de una casa vecina se abrió lentamente con un crujido. Una mujer de edad similar a la de mi padre salió a la calle y se nos acercó con interés, casi con familiaridad. Entonces se detuvo de pronto, como dudando de sí misma un instante. Finalmente,  se decidió a continuar hacia nosotros.

“¿Gregorio? Tu eres Gregorio, ¿verdad?”, le preguntó a mi padre. “¿Te acuerdas de mí?” Por un momento el rostro de mi padre permaneció en blanco. La mujer continuó: “No lo puedo creer, ¿recuerdas cuando me diste aquel pedazo de pan durante la guerra?”.

Los dos mantuvieron una mirada larga y significativa, sus dos mentes perdidas en una memoria compartida. Entonces, la pausa que yacía sostenida en el aire se derritió en un largo y tierno abrazo. Entre lágrimas y murmullos los dos se fundieron en un momento en que las palabras simplemente no eran suficientes para lo que querían y necesitaban decirse.

Este fue mi primer encuentro con la verdadera gratitud. En el momento de su abrazo, vi a dos almas transformarse en una. ¿Por qué? Porque mi padre le había dado algo precioso a esta mujer sin esperar nada de ella a cambio. Su generosidad pudo incluso haber salvado su vida, o la vida de su padre. Y la gratitud de la mujer hacia él surgía con una fuerza y una dulzura que me estremeció.

Mi padre temblaba mientras recibía la gratitud y el amor gigantesco que le daba aquella mujer. La decisión que tomó tantos años antes le había costado un gran sacrificio personal. Cuando entregó ese pan, no tenía idea de cuándo o si volvería a comer. Pero aún ante la posibilidad de morir de hambre, había elegido la compasión. Su acto lleno de coraje le había dado una oportunidad de experimentar la mejor faceta de sí mismo. Por el resto de su vida estaría agradecido por esa experiencia, tan agradecido que la historia nunca lo abandonaría. El reencuentro de esa mujer con mi padre me mostró una gran verdad: lo único que tenemos es lo que damos, como dijo Nelson Mandela alguna vez.

La palabra gratitud viene del latín gratis. La experimentamos cuando aprendemos a recibir de la vida, de la Tierra, de otros; cuando escuchamos la música de las olas o el canto de los pájaros, cuando sentimos la calidez de la mano de un niño, cuando el agua nos calma la sed, cuando miramos la belleza de la danza de una abeja frente a una flor.

El agradecimiento es ligeramente distinto a la gratitud. Cuando coordinamos una acción —un pedido, un favor, una transacción—, la expresión de agradecimiento le da un cierre a nuestro intercambio. Yo digo “gracias” y en esencia manifiesto que estoy satisfecho con la transacción, que se han cumplido las condiciones de satisfacción y declaro que las promesas que me hicieron están cumplidas. El agradecimiento juega un papel crucial en las relaciones humanas. Lubrica los mecanismos de nuestras transacciones, permitiéndonos terminar con gracia un intercambio.

La gratitud, por su parte, no involucra ninguna forma de transacción o cumplimiento de obligaciones mutuas. El aire que respiro, la belleza de nuestra conversación, el encantamiento frente a la belleza de la montaña. En la gratitud apreciamos profundamente el valor de algo a lo que no tiene sentido ponerle un precio. En la gratitud, el cierre nunca llega. Es, más bien, un estado de permanente comenzar.

En mi trabajo, estoy regularmente en contacto con el mundo del aprendizaje emocional. He presenciado tristeza, alegría, audacia, coraje, resentimiento, esperanza, desencanto, agobio —un caleidoscopio de estados emocionales— en miles de personas de distintos países y culturas. Con los años, he recibido innumerables cartas de esos estudiantes, y en casi todos estos mensajes me han expresado que uno de sus más preciosos aprendizajes ha sido experimentar gratitud.

Por todo ello, hoy no dudo de que la gratitud es una de las emociones más transformadoras que podemos experimentar como seres humanos.

***

Algunos años después de la poderosa experiencia en España con mi padre, me encontré en Puerto Williams, en el canal del Beagle, en el extremo sur de Sudamérica. Mientras estaba allí, supe que el último sobreviviente de los indios Ona vivía en el área. Por supuesto tenía que conocerlo; él era historia viviente.

La gente lo llamaba el abuelo Felipe. Todos parecían conocerlo así que no tuve problema en encontrarlo. Tenía más de 70 años, su piel estaba arrugada y agrietada por los rigores del clima, y sus palabras y movimientos eran lentos. Le expliqué que estaba muy honrado de conocerlo y le pregunté si estaría dispuesto a compartir conmigo un tiempo para hablar acerca de su vida y de su pueblo.

Juntos comenzamos a caminar por la costa. Al comienzo el Abuelo Felipe me respondía solo en monosílabos, estudiándome atentamente con su mirada. Después de un rato nos sentamos juntos en un viejo muelle a descansar. Nuestra vacilante conversación, llena de silencios, se seguía arrastrando con cierta dificultad.

Pero entonces, no muy lejos de nosotros, notamos un grupo de personas lanzando basura al mar. Ante esto, el tono de Felipe cambió completamente. Con una mezcla de desesperación e indignación, comenzó: “¡Ustedes! Julio —tu nombre es Julio, ¿verdad?—, ustedes no respetan nada. No tienen idea de lo que significa la gratitud. ¡Mira a esa gente, lanzando basura al mar!”, exclamó, mientras gesticulaba hacia los hombres de la basura. “El océano les ha dado tantos regalos, tan generosamente, y mira cómo le responden”.

En ese momento, su expresión cambió. Una dignidad antigua llenó su rostro. “Nosotros los Onas siempre convivimos con el océano”, explicó, como enseñándole a su pupilo la lección más importante. “El océano es nuestra vida. El océano es nuestro padre, nuestra madre. Cada día le dábamos gracias al océano por sus regalos. Yo aún lo hago; nunca podría vivir de otra manera”.

Algo en la forma en que dijo esto me inspiró un inmediato respeto. Al mismo tiempo, me sentí desconcertado. Después de todo, ¿cómo podría un ser humano darle gracias al océano? Nunca había considerado siquiera algo como eso. Si iba a estar agradecido sería por el pescador que me trajo comida del océano, pero ¿gratitud por el océano mismo? El océano no es un ser, no tiene consciencia ni sentimientos, no le puede importar si alguien siente gratitud o no hacia él. Es solo agua con condiciones para que exista vida.

A pesar de mi respeto por el abuelo Felipe, lo juzgué como mi tradición lo había hecho por mucho tiempo, como un hombre primitivo, animista, de buenas intenciones pero finalmente inculto, sin capacidad de ejercer la razón.

El no poder entender esa mirada del abuelo Felipe era una expresión del híper-racionalismo de nuestra era, en el que obviamente crecí. El universo en que vivimos no tiene un propósito intrínseco, ni sentimientos, ni consciencia. Está hecho de materia que simplemente sigue las leyes de la física que determinan su curso. En esencia, el mundo lo entendemos como una proyección de nuestras máquinas.

En esa visión del mundo, estamos rodeados de una inmensa soledad. En un universo completamente indiferente a nosotros, tenemos que luchar para conseguir del mundo cada cosa que obtenemos, compitiendo en contra de todo y de todos los que nos rodean. Como dijo Jaques Monod refiriéndose a la ciencia: “El hombre debe despertar de su sueño milenario; y hacer esto es darse cuenta de su soledad fundamental, su total aislamiento. Debe darse cuenta finalmente de que, como un gitano, vive en el límite de un mundo ajeno. Un mundo sordo a su música, indiferente a sus esperanzas, su sufrimiento y sus crímenes”.

En presencia de esta sombría cosmología, tenemos que preguntarnos, ¿por qué gratitud? La vida parece más una carga que una bendición, un lastre que no pedimos pero que debemos llevar. Y sin embargo esta visión del mundo impregna nuestra cultura, nuestra civilización, nuestra actitud general hacia la vida. Nos entendemos a nosotros mismos como el “hombre económico” de Adam Smith, situados en la jerarquía darwiniana de las especies, con necesidades ilimitadas compitiendo por recursos limitados. Podemos entender el agradecimiento, basado en el intercambio, pero la verdadera gratitud no tiene lugar.

Expresar gratitud por el aire que respiramos, por el agua que sacia nuestra sed o por los regalos del océano, las montañas y los ríos no es más que un trillado animismo, seres humanos proyectando cualidades puramente humanas en objetos inanimados que no tienen alma en sí mismos.

Sí, esta es la explicación que me di a mí mismo cuando caminaba con el Ona. No era educado, ni capaz de entender como yo entendía que el mundo es una serie de objetos materiales. Esta explicación me permitía poner alguna distancia entre mi ser racional y mi intuición que me decía, en algún lugar muy en el fondo de mí mismo, que Felipe estaba en lo correcto. No estaba preparado aún para admitirme esto a mí mismo y renunciar a mi papel de hombre educado. Con paternalismo, consideraba inferiores a seres “primitivos” como Felipe e impulsaba a mi ego a falsas alturas.

Irónicamente, la tribu Ona de Felipe mantuvo su ecosistema impecable mientras que nosotros, en nuestra impecable racionalidad, nos hemos enredado en una crisis ecológica que abarca a todos los continentes.

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Hace algunos años, estaba enseñando en Chile cuando el hijo de un narcotraficante famoso y rico, por entonces ya fallecido, me fue a visitar a mi oficina. Este hombre había vivido escondiéndose, cambiando su identidad a causa del extremo odio que muchos sintieron por su padre y que ahora dirigían contra él. Se había convertido en un profesional, vivía una vida honesta y sentía profundo dolor por los innumerables crímenes cometidos por su padre. Aun así cada día temía por su propia vida. Su novia había tomado un curso conmigo que la había impactado profundamente. Mientras estuvo en nuestro programa nunca supe de la relación entre ellos.

“Mi novia ha experimentado una hermosa transformación desde que hizo este trabajo contigo”, me dijo el hombre. “Quiero entender qué le ha pasado y cómo ello puede contribuir a sanar tantas heridas que causó mi padre, no solo en mí sino en tantos otros.”

Él ansiaba que cuando lo vieran, lo distanciaran de las acciones de su padre. Desde estas ansias, relató una historia de su niñez. En algún punto, cuando él era muy joven, se encontró en una oscura cueva en las montañas. Su padre estaba huyendo de la ley. Para escaparse, lo había tomado a él y a su madre y se había adentrado en las montañas. Arrastraba consigo varias pesadas maletas llenas de billetes, millones de dólares, a través de un rocoso campo.

“Nos escondió en una cueva,” explicó mi amigo. “Teníamos estas maletas enormes llenas de dinero, pero no teníamos comida ni agua. Estuvimos días enteros en esa situación. Estábamos rodeados de millones en efectivo pero nos moríamos de hambre. Por poco nos morimos ahí dentro”.

Los dos intercambiamos una sonrisa amarga sabiendo la lección que dejaba esta historia. Sintió que la pobreza de su vida era innombrable. Pero ser capaz de hablar de ella en un espacio de compasión significó mucho tanto para él como para mí.

Comparto esta historia aquí porque creo que es también la historia de nuestro mundo moderno. En los últimos 70 años, la producción de bienes ha alcanzado el mayor nivel de su historia. La humanidad se compró la idea de que tener más es la fórmula de una buena vida. Sin embargo, la vida nos dice porfiadamente que estamos encerrados en un profundo sinsentido. La depresión psicológica es hoy 11 veces más alta en el mundo que antes de la II Guerra Mundial. Las estadísticas muestran que hoy tenemos las tasas más altas de suicidio juvenil en la historia, especialmente entre jóvenes de países desarrollados, donde este “sueño” de crecimiento constante está tan arraigado.

Hemos llenado la cueva oscura de nuestro mundo materialista con dispositivos, oro y artefactos. Nuevos inventos emergen a diario. Y, sin embargo, parece que nada nos satisface y tenemos que seguir corriendo con la ilusión, podemos llamarla insatisfacción, de que cualquier cosa que tenemos es inferior a lo que podríamos tener. Es una intrínseca escasez. Luchamos y nos angustiamos, pero nunca llegamos a ese lugar prometido. ¡Es inalcanzable!

La avaricia, ese afán de acumular, es la reacción inmediata frente a esta “obvia” escasez.

Aún puedo recordar una conversación que tuve con un viejo hombre quechua de los andes peruanos. “¡Ustedes andan corriendo y corriendo, siempre corriendo!”, me dijo. “Persiguen una vida mejor, pero en este correr, destruyen todo”. Entonces se me acercó como para decirme un secreto. “A nosotros no nos importa una mejor vida, nos importa una buena vida”. Por algún tiempo no entendí sus palabras. Después comprendí que detrás de ese permanente mejor, lo que tenemos es siempre menos de lo que podríamos tener, y por lo tanto la gratitud no tiene lugar.

Una buena vida. ¿Somos capaces de entender si quiera lo que eso es? En nuestro afán, hemos sacrificado el bienestar emocional de tanta gente… Hoy, países como Costa Rica y Panamá, con niveles de ingreso mucho más bajos que el de Estados Unidos, reportan niveles de satisfacción mucho mayores que el de la población de este país. De hecho, Estados Unidos se encuentra muy abajo en esa lista, en el puesto 28 o 29 en términos de los lugares más felices para vivir del mundo. Incluso ha emergido la depresión infantil, un fenómeno sin precedentes.

Cuando pienso en la historia del abuelo Felipe y de cómo llegué a pensar “¡qué poco sabe este hombre!”, comprendo que no era realmente paternalismo lo que sentía hacia él. Ahora me doy cuenta de que era la arrogancia de nuestros tiempos, la arrogancia del saber de la Modernidad.

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La gratitud le devuelve el encanto al universo y la voz a cada ser en la Tierra, expulsa el egoísmo que pudiera generarse cuando decimos ‘yo lo merezco’, nos permite dialogar con el misterio, abre las puertas al asombro y rescata la poesía de lo cotidiano. La gratitud nos permite habitar la satisfacción al mismo tiempo que nos llena de un dulce aprecio por lo que somos y por lo que tenemos. En estos tiempos hemos abandonado esta satisfacción y vivimos arrinconados en la insuficiencia, en la búsqueda de un más que nunca llega.

Aprender la gratitud y mirar el mundo a través de ella es un acto que genera transformación en nuestro entorno.  Vivirla nos lleva al servicio, a la entrega y a la generosidad. Es una emoción esencial para lograr una vida sencilla, inspiradora y solidaria.

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La Ternura 

¿Recuerdas esos momentos dulces en brazos de tu madre en que te sentías reconfortado cuando sus manos acariciaban tu pelo y lentamente te llenaba la cara de besos? ¿Recuerdas que seguro te sentías? Allí no había fuerza que pudiera amenazarte, estabas acogido y protegido por la Tierra misma, su calor, su textura, sus susurros eran invocaciones inexplicables, misteriosas y profundamente bellas.

Fue allí donde la ternura realizó su tarea, su inconmensurable tarea  de hacer que cada célula, que cada rincón de tu cuerpo,  aprendiese a sentirse seguro, a sentir que este mundo es tu hogar. Fue allí donde le enseñó a tu piel a descubrir los placeres del viento, los besos de la lluvia y el embrujo de las distintas caras del sol.

La ternura nos predispone a las caricias, a la expresión de nuestro amor y también a proteger dulcemente al que amamos. Cuando danzamos en ella, canalizamos poderes primordiales que nos enseñan a ser parte de un todo misterioso. Ella nos permite experimentar la fuerza vital de nuestra pertenencia a la vida, y la bullente energía de ser amados, de ser simplemente partes de algo mayor y de estar constituidos en ello.

Un niño privado de ternura es un niño privado del hogar universal, privado de la seguridad vital. Ese niño, si no la aprende más tarde en la vida, corre el riesgo de vivir en el desapego y en la ausencia de un lugar compartido. Sin conocerla, su cuerpo no reconocerá el abrazo que funde, su piel no identificará el calor de la acogida y sus besos naufragarán en aguas ceremoniales. La soledad lo rondará incluso en presencia de otros y le dirá que no merece ser amado.

La ternura no está limitada a nuestras relaciones con otros humanos. Ella se alimenta en nuestras relaciones con lo no-humano también. Es más, allí se agranda, allí descubrimos lo que nos importa y en su embrujo sentimos el asomo de nuestro don. ¿O no has sentido la ternura de la brisa y las caricias del zumbido de una abeja? ¿O la ternura de la arena en tus pies o la luz de la luna jugando en el pelo de tus hijos?

La ternura es también impulso prodigios que nos posibilita ciertas conversaciones de gran importancia. Es precisamente en el espacio de seguridad que ella crea en donde podemos tener las conversaciones más íntimas, más trascendentes, más sanadoras. Cuando recibimos ternura sabemos que somos amados, cuando la entregamos sabemos que podemos amar. Allí podemos mencionar lo que de otro modo sería innombrable, pedir la ayuda que necesitamos desesperadamente, abrir el alma al amigo, escucharlo en paz.

A menudo no sabemos distinguir la ternura del erotismo. Ambas emociones manifiestan amor, pero son claramente diferentes.

Una cultura que le teme al erotismo y que no lo sabe distinguir de la ternura, corre el riesgo de terminar reprimiendo a ambas y pagando por ello un tremendo costo colectivo.

Si bien la ternura nos predispone a la caricia, a manifestar nuestro cariño, ella está desprovista del impulso sexual.  El erotismo, en cambio es aquella emoción maravillosa que contiene ese impulso, además de hacernos sensibles a la belleza. Su rol es claramente distinto al de la ternura.

Es precisamente esa diferencia lo que hace tan brutal el delito de abuso sexual de los niños. El delincuente actúa una falsa ternura para aprovecharse de la seguridad que crea y actuar entonces en su propio beneficio.

La ternura es un regalo que nos han hecho los dioses. Es un soplo vital, una manifestación de nuestra mutua permanencia. Es una ofrenda, un don, una luz maravillosa en medio del misterio de la vida. Es una fuerza central, una manifestación universal, un mensaje eterno. Mira a tu alrededor, re-descubre la dulzura de la piel de las manos de tu hijo, la magia de los árboles, del mar, de la montaña y déjalos que te acaricien; recuerda que esa ternura viene más allá de todos los tiempos.

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La Tristeza 

La tristeza es una de las más importantes, bellas y fructíferas emociones que experimentamos los seres humanos. Es la mensajera de lo que hemos perdido, de lo que nos importa, de lo que nos da sentido. Es la invitación a la reflexión frente al misterio de la vida y la muerte, es el llamado a valorar lo que tuvimos, a inclinarnos frente a los que nos dieron tanto y ya no están.

La tristeza es compañera indispensable, junto a otras emociones, de los procesos de aprendizaje profundos, de los ascensos de nuestros niveles de conciencia. ¿Cómo podríamos darnos cuenta, sin experimentarla, de lo que no apreciamos en otros tiempos cuando no teníamos ojos para ello?

Ella viene cuando experimentamos la pérdida de algo que nos importa o cuando agrandamos el mundo de lo que nos importa. También viene como un susurro espiritual, haciéndonos saber de pérdidas que los seres humanos hemos experimentado como especie, viejas heridas sque pertenecen a tiempos anteriores a nuestra existencia personal, y que debemos sanar colectivamente.

Desafortunadamente, hemos dejado de escucharla, de poner atención a su mensaje, de permitirle que haga su trabajo. Esto se debe al temor de que se transforme en un estado de ánimo, es decir, de que se haga permanente, que estemos tristes no cuando enfrentamos determinadas circunstancias, sino que “independientemente” de las circunstancias, recurrentemente. Generalmente caemos en estados de ese tipo cuando se apoderan de nosotros ciertos juicios de la vida o de nosotros mismos. Eso ya es todo un tema de coaching.

Como lo he dicho muchas veces, la tristeza tiene mala prensa. Por ello, cuando nos visita recurrimos a la entretención, a la distracción, a cualquier otro quehacer menos al que ella nos invita. El resultado está a la vista, tenemos una epidemia de depresión, el resultado precisamente de negarnos a escuchar la emoción que nos orienta hacia el sentido de la vida.

La tristeza busca el silencio, nos aleja del mundo por un rato para mirarlo con cierta distancia, con una nueva perspectiva, invitándonos a valorar lo que tenemos y lo que hemos perdido.

La tristeza nos llama a los pasos lentos, sugiriéndonos mirarlo todo como si por primera vez. Nos inclina para que apreciemos la Tierra, y nos llena de lágrimas para limpiar la mirada. Nos invade, nos aprieta la garganta, nos estremece misteriosamente. Nos hace visitar el sinsentido, la desesperanza, la pequeñez de nuestra existencia, sólo para que podamos apreciar más tarde nuestra grandeza, el propósito de la vida y el calor de la esperanza. Y nos lleva al llanto, y con él humildemente tocamos nuestra impotencia, sólo para agradecer más tarde que nos ha llenado de una voluntad fresca, misteriosa, espiritual.

Cuando tengo el privilegio de trabajar con mis estudiantes, uno de los primeros pasos que damos consiste en legitimar la tristeza, en aceptarla como un regalo. Sólo entonces ella tiene lugar para realizar su trabajo y una vez que lo ha hecho, graciosamente se retira dejando el terreno para que la alegría haga el suyo.

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Audacia

Existe un grupo de emociones que tienen un “sabor” parecido: indican el carácter de nuestra relación con el miedo cuando nos toca actuar. Piensa por ejemplo en el coraje, la valentía, la audacia, el arrojo, la timidez, la cobardía, la temeridad y la prudencia.

Todas ellas evocan significados levemente distintos, sensaciones distintas, y un sentido de valor diferente en nosotros. Simplemente al leer los nombres de esas emociones puedes haber sentido su sabor, y tal vez puedes recordar momentos de tu vida donde las experimentaste. Puede ser también que reflexiones acerca de tu tendencia a vivir en algunas de estas emociones mucho más frecuentemente que en otras. Exploremos algunas de estas diferencias a través de nuevas distinciones.

Es fácil pensar en algunas de estas emociones como valores: coraje, audacia, y prudencia, por ejemplo; y en otras como vicios: cobardía o timidez. ¿Qué las hace tan diferentes en nuestros juicios? ¿Por qué le atribuimos tan alto valor al coraje y la audacia? ¿Por qué es tan vil la cobardía?

Claramente, nuestra capacidad de actuar es una parte esencial de nuestra capacidad de vivir. Nuestra dificultad para tomar acciones es fuente central de nuestro sufrimiento. Sin capacidad de acción es difícil encontrar satisfacción y autosuficiencia. Perdemos el entusiasmo y la auto-crítica se perpetúa, alimentándose a sí misma.

Si consideramos también que servimos a otros a través de nuestra capacidad de actuar, cualquier fuerza emocional que restrinja esa posibilidad afecta nuestras relaciones con otros de múltiples maneras. Lo que es más importante, nos priva de la posibilidad de manifestar el amor de manera real, concreta y terrenal. El amor privado de la oportunidad de servir se convierte en frustración.

Entonces, consideremos qué es lo que nos detiene a la hora de tomar acciones. Puedo pensar por lo menos en dos grandes obstáculos: el miedo y la falta de confianza en uno mismo.

Es importante observar que puede ser que vivamos en el temor. El temor puede ser tu estado de ánimo habitual. Imagínate en un estado permanente de temor. Esta es una de las maneras en que el temor se manifiesta y nos detiene a la hora de tomar acciones.  En algunos casos nuestro temor es más específico, por ejemplo el temor de ser evaluado negativamente por otros, o el temor a fracasar, o el temor a un resultado particular de la acción que estamos considerando.

Es crítico distinguir lo anterior. Si no vivimos poseídos por el temor, y el temor es algo que se gatilla cuando consideramos un resultado posible de la acción que planeamos tomar, entonces debemos considerarlo y escucharlo. Así podemos optar por continuar en nuestro camino hacia la acción en presencia de un temor que hemos considerado, o podemos decidir no actuar.

La falta de confianza en uno mismo significa estar poseído por el juicio de ser fundamentalmente incompetente, y por lo tanto estar controlado por el temor al fracaso. Cuando carecemos de confianza en nosotros mismos el fracaso no es uno de los posibles resultados de tomar acciones, es algo seguro.

Es una condición de quién yo soy. Una vez mi acción no ha producido el resultado que yo buscaba, lo considero un fracaso. En vez de considerar el intentarlo de nuevo, lo viviré como una razón más para no tomar acciones en el futuro. Entonces mi cuerpo tiembla y tengo una sensación de vacío en el estomago. Estas sensaciones corporales me son familiares, dolorosamente familiares. Son casi insoportables.

El temor es una emoción importante, y no tenerla puede destruir nuestra capacidad de sobrevivir. Por lo tanto, la tarea no es hacer desaparecer el temor, sino poder actuar en su presencia si así optamos. Esa virtud se llama coraje. El coraje se asocia con valores éticos; habla de nuestro compromiso a actuar si consideramos que está en juego algo importante. Esto lo hace diferente del ser temerario, que es actuar sin considerar nuestros valores o los valores de otros.

La audacia, aunque comparte con el coraje la virtud de optar por actuar en la presencia del temor, tiene un ingrediente adicional: iniciativa. Podemos ser corajudos y no tener iniciativa. No podemos ser audaces sin iniciativa.

La audacia no espera. Nos movemos hacia el peligro, el riesgo, la dificultad. La audacia es tomar acción valiente para que algo ocurra. Es cuando algo nos importa tanto que tomamos acciones en presencia de posibilidades claras de fracaso, arriesgando la vergüenza o el rechazo. Contiene la voluntad de doblegar reglas de etiqueta o modales. La audacia detesta a la pequeñez. La audacia te requiere que estés enamorado de las posibilidades que ella misma te puede desplegar.

Pero la audacia no sólo significa actuar en la presencia del temor, también significa escuchar el temor como una guía, como una voz de sabiduría. Sin ese escuchar, estamos ante la temeridad, el descuido.

Por todas esas razones, la audacia es la emoción del emprendimiento. Es inimaginable sin la capacidad de soñar.  La esencia de la audacia es la capacidad de enfrentarse al riesgo. ¿Podemos ser audaces si no tenemos sueños? ¿Podemos ser audaces si no nos invade la pasión? ¿Para qué vale la pena asumir riesgos si no te impulsa un deseo ardiente, una pasión devoradora de algún tipo?

En nuestros tiempos somos testigo de aspectos culturales que destruyen el surgimiento de la audacia. Uno de éstos es la búsqueda desesperada de seguridad, y la otra es vivir como si la vida te debiera todo lo que quieres. Una, obviamente, es el temor a cualquier tipo de riesgo; la otra es la incapacidad de tomar la iniciativa. Es presumir que ya deberías tener algo, y si no lo tienes otro es responsable de que te falte. En esos casos no eres audaz, tan solo eres agresivo.  Seguramente la vitalidad te abandonó, y una red de relaciones utilitarias ha reemplazado el poder del amor y la magia. Pronto reinará el aburrimiento y los recuerdos no te empoderarán. Una vida sin audacia es un camino seguro al arrepentimiento.

Entonces, ¿existe el aprendizaje emocional? Sin duda alguna. ¿Se puede aprender la audacia? ¡Sí! No sé si podemos afirmar que se puede aprender en todos los casos, pero estoy seguro, porque he sido testigo de ello, que está disponible en la mayoría de los casos.

¿Cómo aprendemos la audacia?

El primer paso es un proceso reflexivo de develar nuestros temores, de ser conscientes de ellos.

Segundo, empezamos a distinguir declaraciones (opiniones y juicios) de afirmaciones (hechos medibles y que se pueden probar), y empezamos a reconocer que nuestras declaraciones no son hechos o verdades. (Por ejemplo, es una afirmación que Juan mide un metro noventa, y es una declaración que él es buen mozo.) Recuerda, la mayoría de las personas viven declaraciones como si fueran afirmaciones, es decir, como si fueran aspectos permanentes de su personalidad, atributos tan arraigados como el color de su pelo.

Tercero, trabajamos a nivel del cuerpo. Probablemente el cuerpo estará cerrado al movimiento de avanzar, no tendrá la disposición de resolución. Esto se puede desarrollar con ejercicios frecuentes durante un periodo de tiempo que varía de individuo a individuo. Un aspecto importante de esta práctica son los ejercicios de respiración.

Todo esto requiere de consistencia, y la mejor manera de desarrollar dicha consistencia es con el apoyo del un coach en sesiones periódicas. Al identificar las áreas de tu vida donde deseas ser más audaz, y siguiendo los pasos que se describen, empezarás a desarrollar la audacia que buscas.

Fuente: FICOP


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